Mario Rodríguez López
La democracia de la lengua (fragmento).
Tanto
revuelo originaron estas palabras de Gabriel García Márquez, que se vio
obligado a aclararlas en una entrevista con Joaquín Estefanía, en el diario El
País, de Madrid, publicada esa misma semana. He aquí algunas de sus frases: “Mi
ortografía me la corrigen los correctores de pruebas. Si fuera un hombre de
mala fe diría que ésta es una demostración más de que la gramática no sirve
para nada. Sin embargo, la justicia es otra: si cometo pocos errores
gramaticales es porque he aprendido a escribir leyendo al derecho y al revés a
los autores que inventaron la literatura española y a los que siguen
inventándola porque aprendieron con aquéllos. No hay otra manera de aprender a
escribir. […] Dije y repito que debería jubilarse la ortografía. Me
refiero, por supuesto, a la ortografía vigente, como una consecuencia inmediata
de la humanización general de la gramática. No dije que se elimine la letra
hache, sino las haches rupestres. Es decir, las que nos vienen de la edad de
piedra. No muchas otras, que todavía tienen algún sentido, o alguna función
importante, como en la conformación del sonido che, que por fortuna desapareció
como letra independiente. […]. No faltan los cursis de salón o de radio y
televisión que pronunciaban la be y la ve como labiales o labidentales, al
igual que en las otras lenguas romances. Pero nunca dije que se eliminara una
de las dos, sino que señalé el caso con la esperanza de que se busque algún
remedio para otro de los más grandes tormentos de la escuela. Tampoco dije que
se eliminaran la ge o la jota. Juan Ramón Jiménez reemplazó la ge por la jota,
cuando sonaba como tal, y no sirvió de nada. Lo que sugería es más difícil de
hacer pero más necesario: que se firme un tratado de límites entre las dos para
que se sepa dónde va cada una. […]. Creo que lo más conservador que he dicho en
mi vida fue lo que dije sobre los acentos: pongamos más uso de razón en los
acentos escritos. Como están hoy, con perdón de los señores puristas, no tienen
ninguna lógica. Y lo único que se está logrando con estas leyes marciales es
que los estudiantes odien el idioma”.
La
entrevista se remataba con la repetición de una frase pronunciada en Zacatecas:
“Simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por
simplificarnos a nosotros”.
Gabriel García Márquez se ha ganado con sus novelas el título de escritos más fascinante de cuantos han empleado el idioma español en el siglo XX. Y aún le queda el XXI. Pero seguramente no hemos entendido sus digresiones lingüísticas tan bien como su obra literaria.
Gabriel García Márquez se ha ganado con sus novelas el título de escritos más fascinante de cuantos han empleado el idioma español en el siglo XX. Y aún le queda el XXI. Pero seguramente no hemos entendido sus digresiones lingüísticas tan bien como su obra literaria.
La frase “simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros” está construida con ritmo y con gracia. Y, sin embargo, no resulta fácil hallarle fundamento. Antes al contrario, cuando simplifiquemos la gramática nos habremos simplificado nosotros mismos.
Para empezar, las normas de los acentos no pueden ser más simples. Se basan en una combinación tal, que una vez conocida no cabe posibilidad alguna de dudar sobre la pronunciación de un vocablo escrito, ni sobre la manera de escribirlo una vez pronunciado.
Parten
de que la mayoría de las voces del español son llanas (acento prosódico en la
penúltima sílaba) y establecen con arreglo a ello que no llevan tilde las palabras
que no la necesitan. Si precisan el acento ortográfico, eso significa que sin
él se leerían (y en muchos casos se entenderían) de otra manera.
Cierto
que aún se pueden reformar algunos criterios (por ejemplo, ¿por qué “guión”
lleva acento si no se lo ponemos a “dio” o “vio”, o “dios”? ¿y por qué “cenit”
no lo tiene?), pero la regla general no presenta demasiadas dificultades de
aprendizaje. Además, casi nadie escribe cada palabra tras pensar en cuantas
normas gramaticales le son aplicables, sino que su correcta ortografía surge
limpia desde el fondo de todas nuestras lecturas.
El
español ha aceptado en su historia muchas reformas, pero nunca una ruptura con
lo inmediatamente anterior. Y siempre decididas por los propios hablantes.
Tales
modificaciones resultaban más sencillas siglos atrás, cuando el ser vivo aún se
hallaba creciendo y engordando, en periodo de formación y de aprendizaje.
El
lenguaje representa lo más democrático que la civilización humana se ha dado.
Hablamos como el pueblo ha querido que hablemos. Las lenguas han evolucionado
por decisión de sus propios dueños, sin interferencias unilaterales de los poderes;
aún más: en un principio han impuesto los pueblos su lengua a los poderes.
La
historia de nuestro idioma sirve de ejemplo para comprender cómo los pueblos
pueden gobernar sus destinos.
TOMADO DE: Grijelmo,
Álex. Defensa apasionada del idioma
español. Madrid, Taurus: 1988.
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